Las casas de labrantío reservaban una pequeña parcela de tierra a la que dedicaban una consideración especial; esta parcela cultivada con tanto esmero era el cañamar. Pero las atenciones no acababan en el cultivo de la planta. Una vez arrancada, se la sometía a una serie de procesos que recogían la experiencia de varias generaciones: se empapaba, se ponía a secar, se rompía, se hilaba y se tejía, usando herramientas como por ejemplo las agramadoras, las rastrilladoras, los espadadores y la mena. Todas las operaciones que se realizaban dieron pie a un vocabulario tan específico como el de las herramientas, con palabras como cañamazo, espadar, brizna, borra, bregar, cerro, corchador…

En la época de los fundadores del museo, la confección de ropa de cáñamo ya era cosa del pasado. Formaba parte de un mundo obsoleto, de las tareas propias de un campesinado atávico que se encontraba en vías de extinción. Y con ésta también morían el cultivo del cáñamo, las herramientas para trabajarlo, las técnicas de manipulación y el vocabulario relacionado con ellas: todo un poso de conocimiento ancestral que conseguía transformar una planta en sábanas, cubrecamas, manteles, camisas, calcetines, sacos y trapos.

Los pelaires

La lana que se obtenía al esquilar las ovejas y que se usaba para tejer, pasaba por las manos de los pelaires, que se encargaban de tratarla: la elegían, escaldaban, lavaban, secaban, peinaban y, a menudo, también la hilaban. También distribuían el hilo a los tejedores, repasaban el tejido para eliminar las imperfecciones y en muchos casos lo comercializaban. Se trataba de un oficio complejo dotado de una sólida organización gremial, un compendio de conocimientos sobre la ganadería y el trabajo de la lana, que exigía también dotes de negociante y la habilidad para establecer redes comerciales entre los propietarios de los rebaños, los tejedores y el mercado que compraba el producto final, es decir, la ropa.

La lana se hilaba tal como se obtenía del esquileo de las ovejas, sin pasar por la rueca. La hilandera cogía una pizca con una mano, y con la otra la iba estirando. Cuando el hilo era lo bastante largo, lo ovillaba al huso, y cuando éste estaba lleno, sacaba la husada, que había quedado como una madeja, y juntaba dos o tres haciendo otro ovillo, que volvía a pasar por el huso a la inversa para retorcerlo. Así quedaba definitivamente preparado el hilo, que serviría para tricotar o confeccionar calcetines muy gruesos para el invierno.